El miedo a mostrarse vulnerable es algo que todos sentimos en algún momento. Una persona que asistió a terapia de grupo llegó con ese temor: la idea de exponerse ante otros le resultaba casi imposible. Pensaba que hablar de su dolor o sus dificultades podría hacerlo parecer débil o insuficiente. Sin embargo, poco a poco descubrió algo inesperado: al escuchar a los demás y compartir su propia experiencia, empezó a sentirse comprendido, visto y acompañado.
Cada sesión se convirtió en un espacio donde las emociones podían fluir sin juicio. Hubo lágrimas compartidas, risas que aliviaban tensiones acumuladas y silencios llenos de significado. Al ver que otros enfrentaban retos similares, comenzó a darse cuenta de que no estaba solo y que su historia tenía valor. Aprendió que la fuerza no reside en cargar todo uno mismo, sino en reconocer cuándo necesitamos apoyo y permitirnos recibirlo.
Con el tiempo, esta persona se volvió más consciente de sus emociones, más conectada con los demás y más segura de sí misma. La experiencia de compartir no eliminó sus problemas, pero le dio herramientas, comprensión y un sentido de comunidad que antes parecía inalcanzable.
Esta reflexión nos invita a considerar el poder de abrirnos, de aceptar ayuda y de compartir nuestras experiencias. A veces, el primer paso hacia la sanación está en permitir que alguien más camine un trecho con nosotros.


