Recuerdo perfectamente la primera vez que esta persona entró a mi consulta. Su postura era firme, su mirada intensa, y su tono al hablar transmitía seguridad… aunque, bajo esa seguridad, había algo que delataba cansancio. Apenas nos sentamos, me dijo sin rodeos:
«Yo soy así, tengo carácter fuerte, y siempre he reaccionado así. No voy a cambiar. El que me quiere, me acepta así.»
No lo decía como una defensa, sino como si hubiera asumido una sentencia de por vida. Para él, sus reacciones impulsivas, los estallidos de enojo y los conflictos que a menudo dejaban heridas en sus relaciones eran simplemente parte de su identidad. Y, en el fondo, también había una idea muy arraigada: que cambiar significaría perderse a sí mismo.
En las primeras sesiones, nuestro trabajo fue quitar capas, como quien pela una cebolla con paciencia. Descubrimos que detrás de esas explosiones no había maldad ni un deseo de lastimar… había miedo. Miedo a ser ignorado, miedo a no ser tomado en cuenta, miedo a que sus necesidades quedaran otra vez en segundo plano. Y junto a ese miedo, frustraciones acumuladas por años, silencios que nunca fueron escuchados y experiencias pasadas que habían dejado cicatrices invisibles.
Poco a poco, empezamos a explorar nuevas formas de mirar el enojo. En vez de verlo como un enemigo, comenzamos a tratarlo como un mensajero. Un mensajero incómodo, sí, pero que traía información valiosa: algo estaba pasando dentro de él que necesitaba ser atendido.
Le propuse ejercicios prácticos: reconocer las señales físicas antes de llegar al punto de no retorno —la tensión en los hombros, la respiración acelerada, las manos apretadas— y hacer pequeñas pausas para decidir cómo quería responder. No se trataba de “apagar” el enojo, sino de canalizarlo de forma que no destruyera lo que él valoraba.
El cambio no fue de un día para otro. Hubo sesiones donde salía frustrado, convencido de que nada funcionaría. Pero con constancia, empezó a experimentar algo nuevo: podía expresar su molestia sin levantar la voz, podía decir “esto no me gusta” sin sentir que se estaba traicionando, podía establecer límites sin herir.
Meses después, me dijo una frase que me marcó: “Siento que sigo siendo yo… pero un yo que ya no tiene que pelear todo el tiempo.”
Hoy, sus relaciones son más cercanas, y él mismo se siente más tranquilo. No perdió su carácter ni su fuerza; simplemente dejó que el enojo dejara de controlarlo, y empezó a usarlo como una herramienta para entenderse mejor.
Si te reconoces en esta historia, quizá sea el momento de preguntarte: ¿qué me está intentando decir mi enojo? No tienes que responderlo solo. A veces, pedir ayuda no es un signo de debilidad… es el primer paso para recuperar tu libertad emocional.


